El desierto y la página en blanco son dos espacios clave en la escritura de Jabès: el perceptible silencio; el indeleble vocablo. El desierto: símbolo del único lugar donde puede ser escuchada y recibida la Palabra. La página en blanco: lugar único donde esa Palabra puede ser leída.
Es obvia la asociación judaica de este binomio dado que, según la Biblia, Dios se manifestó en ese espacio, consagrando a sus escuchas como interlocutores privilegiados de un diálogo que aún está vigente a lo largo de la Historia en forma de una perenne serie de preguntas que, no es que no tengan respuesta, sino que constituyen la esencia misma de la interrogante sobre la condición humana, condición nómada, exiliada, errando tras la hue-lla de su semejanza divina.
"Ser es interrogarse", dice Edmond Jabès, sin reposo ni respuesta porque "errante es la palabra de Dios", y porque "Dios es la elección del judío y el judío es la elección de Dios". No existe otro interlocutor, ni forma de diálogo distinta a la mantenida por ambos desde su encuentro. No se trata, sin embargo, de un asunto de identidad racial pues "la identidad es, a fin de cuentas, lo que uno escoge ser". Por ello "judío" implica para Jabès un proceso de estar siendo; primero, frente a sí mismo en un perpetuo cuestionamiento de aquellos valores con los que el hombre solapa su conformismo, su terror al libre albedrío y su falta de responsabilidad ante su prójimo.
Después, pero simultáneo, aparece el diálogo con esa "metáfora del vacío" llamada Dios. Dialogar es poner en tela de juicio lo que se cree saber para instaurar un nuevo espacio
Edmond Jabès en París. Dibujo de Anatoli Kaplan
donde los interlocutores –vírgenes de palabras, si es que esa inocencia fuese factible– instaurasen, igual, un nuevo lenguaje para una nueva conver(sa)ción.
Dentro de la ortodoxia, Jabès sería considerado o ateo o laico. Es, de cierto, un humanista cuyos rabinos, aunque imaginarios, se inscriben dentro de la Tradición, tanto de la exégesis talmúdica como de la mística de la Kabalá y el Hasidismo. "Los rabinos son, por esencia, los intérpretes privilegiados del libro", de ahí que cualquiera pueda ser un rabino, siempre y cuando acepte esa constante confrotación con todas sus seguridades a la manera como se confronta el talmudista con el Texto, el escritor con la Palabra, el lector con el Libro.
La realidad no nos basta, y vivir es ir escribiendo la propia existencia. "Siempre soñé con un libro que reprodujera el proceso de la vida". Jabès no concibe la escritura más que como un medio de entablar un compromiso con el Otro, ese prójimo –mi semejante hecho a imagen y semejanza divina– encarnado ya desde los profetas bíblicos en el extranjero, el huérfano, la viuda, la víctima de la opresión (política, social, moral, religiosa), el exiliado. Y ese compromiso es un diálogo que apela a la hospitalidad: deber sagrado por excelencia que implica fraternidad y esperanza.
Así, la escritura jabesiana sondea, a tientas casi, los vericuetos de ese laberinto –silencioso y sonoro– que es la propia vida, el libro, y a cuya salida, y únicamente entonces, es posible empezar a hablar, a entablar un diálogo con un interlocutor que puede ser, simultáneo, Dios y/o el lector. "No hay verdadero silencio si no es compartido" expresa Cesare Pavese en sus Diálogos con Leucó; y es justo a partir de ese silencio primigenio, de la asunción de nuestra insoslayable soledad –esa soledad que María Zambrano define como "conquista metafísica"– que la Palabra surge para expresar la bondad fundamental de la Creación: "Y vio Dios que era bueno".
Porque Jabès, como muchos otros escritores y filósofos contemporáneos del Holocausto que plantearon la imposibilidad de seguir pensando de igual manera los valores en que hasta entonces se sustentó "el concepto del hombre", y no obstante Auschwitz, cree en la capacidad hospitalaria, bondadosa, anhelante de justicia y misericordia del ser humano fraterno que acepta a su semejante tal cual es en su diferencia soberana y libre, por el mero hecho de tener acceso a la palabra y, con ella, al diálogo, invencible arma contra el mayor de todos los males: la indiferencia.
Y dado que nuestra posibilidad de dialogar parte del silencio y de la soledad, el encuentro con ese Otro que será mi interlocutor estará punteado por blancos, paréntesis, guiones, comillas, cursivas, ese mundo de acotaciones que caracterizan a la página jabesiana donde la escritura corre pidiéndole al lector que lleve un lápiz en mano para trazar los renglones mientras va leyendo.
Me reconfortaría que mis libros suscitaran una cierta inquietud. No creo que sean ilegibles. No pienso que sean oscuros. Se vuelven ilegibles si uno busca en ellos certezas...Si quisiera un lector ideal, pensaría en aquel que, a través de mis libros, asumiera sus propias contradicciones, su propio vértigo, y que aprendiera, poco a poco, a no tener miedo...
La selección de textos que a continuación se presenta está constituida por los siguientes libros (aún no traducidos al castellano), en orden cronológico de publicación, todos editados por Gallimard:
Le livre des ressemblances, 1976. Le soupçon. Le désert, 1978. L’ineffaçable. L’inaperçu, 1980. Le parcours, 1985. Le livre du partage, 1987. Un étranger avec, sous le bras, un livre de petit format, 1989. Le livre de l’hospitalité, 1991. Le livre du dialogue, 1994.
Es equivocarse radicalmente asimilar cualquier parte de El libro de las preguntas a una teoría de la escritura.
Si alguna teoría hubiese, nació de un cuestionamiento que concierne al hombre antes que a las palabras; al hombre en el instante en que se escribe a sí mismo, cuando se convierte en vocablo. La inquietud, la angustia, son la base: tête à tête consigo mismo, confrontación y lucha que en el libro se transforman en confrontación y combate de la palabra con la palabra que surge, y que se tolera y se impugna porque, de pronto, ha ocupado nuestro lugar, mientras que lo importante es saber qué ha pasado con uno mismo, en qué universo se anda, a qué ritmo y en qué vía; a través de qué vida o qué muerte que uno se ha apropiado.
de qué tachadura ha sido uno víctima.
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Todo ocurre en nosotros dentro de un cierto orden, y con nosotros se desbarata. 
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La poesia no es sino la imagen de esto que sucede, a menos de que sea lo contrario.
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Pensar, escribir, es hacerse semejante. La escritura, el pensamiento, son sólo aproximaciones sutiles a la semejanza, juegos de aproximaciones; fuegos combinatorios en lucha con su vacío, frente al objeto.
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Pensar al otro es perpetuar la semejanza.
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No existe semejante impensado.
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El tiempo marca la semejanza. La eternidad la borra.
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El fuego juega su semejanza en el fuego.
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En el principio era el verbo que se quería semejante.
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De esa manera Dios enfrentó Sus semejanzas en la Palabra, y, el hombre, las propias, en Dios.
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Toda creación es cumplimiento de semejanzas; el acto merced al cual ella corre el riesgo de afirmarse.
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Lo que creamos se nos parece. La creación del hombre por Dios sólo podía pasar –como se atraviesan los mares– a través de la semejanza.
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Decir que Dios nos hizo a su imagen, es la confirmación: una deducción lógica...
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"El Libro es la ilógica ausencia de toda existencia escrita; la prueba de Dios", decía.También decía: "Lo que te parece ilógico sólo es, a menudo, providencial acceso a la lógica divina: una puerta donde no hay puerta."
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Dios es el grito del vocablo blanco que nuestras letras trazan para el ojo.
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El grito de Dios es el grito de toda ausencia.
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(Dios imita a Dios para el hombre que lo imita.)
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Mi desierto es espejo divino pulverizado.
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El horizonte es siempre el vacío de un rostro.
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Dios es una palabra sin fin.
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El primero y el último libro tienen en común el imprescriptible silencio.
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Toda página escrita es nudo desanudado de silencio.
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El abismo es silencioso.
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El vacío es espera de vocablo.
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Todo lector es el elegido de un libro.
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(Tú te asemejas a quien se asemeja a ti durante el tiempo de una semejanza.No hay imagen eterna.
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La eternidad de Dios es ausencia de imagen.)
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"Tendrías que habituarte a mirar las palabras como ojos que te miran", había anotado Reb Assayas.
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("Nuestros labios conocen Tu libro, Señor, escribía Reb Somekh; ¿pero qué mano fraterna vendrá a dar vuelta a las páginas del nuestro? Vivimos a la sombra de esa mano.")
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Frente al hombre está el hombre. Frente a Dios no hay nada.
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("Me inclino a pensar que nuestra nada y la de Dios no tienen la misma amplitud.
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Una envuelve a la otra. Bajo esta óptica concibo", escribía Reb Hamouna.
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Y para ilustrarlo agregaba: "Imagino al día engullendo a la noche, luego a la noche engullendo al día. Nunca seremos otra cosa que nada en la nada, círculo dentro del círculo.")
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¿Y si el círculo más pequeño fuera Dios? Escribir sería, entonces, hacer entrar a Dios en el tiempo parcialmente explorado de nuestros límites.
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Nunca es la respuesta, sino la pregunta, la que incendia el edificio.
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Soy hombre de escritura. El texto es mi silencio y mi grito. Mi pensamiento avanza soportado por el vocablo, movido por el ritmo de lo escrito. Ahí donde pierde el aliento, me derrumbo.
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La experiencia del desierto fue, para mí, predominante. Entre el cielo y la arena, entre el Todo y la Nada, la pregunta es quemante. Arde y no se consume. Arde por sí misma en el vacío. La experiencia del desierto es también la escucha, la extrema escucha. No solamente se oye lo que en ninguna otra parte se oiría, el verdadero silencio cruel y doloroso, porque incluso pareciera reprocharle al corazón sus latidos; sino, igual, cuando por ejemplo está uno acostado sobre la arena y sucede que, de pronto, un ruido insólito nos intriga; un ruido como el de un paso humano o de un animal, más cercano a cada instante, o que se aleja o parece alejarse, que sigue de largo. Después de un buen momento, si uno se encuentra en esa dirección, surge del horizonte el hombre o el animal que nuestro oído nos había anunciado. El nómada ya habrá identificado a esa "cosa viviente" antes de verla; inmediatamente después de que el oído la haya percibido. Porque el desierto es su lugar natural.
Yo he tratado, como el nómada a su desierto, de circunscribir el territorio de blancura de la página; de convertirlo en mi verdadero lugar; como, por su parte, el judío que desde hace milenios ha hecho el suyo del desierto de su libro; un desierto donde la palabra, profana o sagrada, humana o divina, ha encontrado el silencio para hacerse vocablo; es decir, palabra silenciosa de Dios y última palabra del hombre.
El desierto es algo más que una práctica de silencio y de escucha. Es una apertura eterna. La apertura de toda escritura, ésa que el escritor tiene por función preservar.
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Apertura de toda apertura.
"No digas nunca que has llegado; porque, en cualquier parte, no eres más que un viajero en tránsito."
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Todos los caminos parten del cuerpo y nos conducen a él. El cuerpo es el camino.
La muerte es el enemigo del camino.
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Habiendo agotado todos los caminos, Dios no tiene cuerpo.
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El sol inunda el universo de luz. En ninguna parte encontrarás rastro del círculo; incluso, aquí, un punto carecería de objeto.
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Blancura del texto.
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No hay rostro que no responda al deseo de una mano. No hay mano que no esté obsesionada por el rostro.
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"Yo nací en el libro. Crecí en el libro. Moriré en el libro. No he conocido otras moradas, otros caminos, otros paisajes ni otro cielo", decía.
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Y agregaba: "Nunca he levantado los ojos del libro."¿Acaso no escribió Reb Saadia: "Nací con el libro como se nace con la sombra. Durante la noche mi libro y yo somos uno y el mismo"?
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Leo y releo el libro que voy a escribir.
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El Nombre de Dios es blanco; el del Mesías, "de una blancura aproximante", decía.
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"El Mesías se presentará. Las letras de su nombre serán de un blanco visible", decía también.
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Tenía un poco de arena en cada mano: "De un lado, las preguntas; del otro, las respuestas. Ambas tienen el mismo peso de polvo", decía también.
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"Al crear, creas el origen donde te abismas", escribía Reb Sanua.
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No existe nombre que no sea un desierto. No hay desierto que no haya sido, antaño, un nombre.
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No busques leer el desierto. Encontrarás ahí todos los libros enterrados bajo el polvo de sus palabras.
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Tú percibes lo que, contigo, se borra. No puedes aprehender lo que dura más que tú.
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A quien enseña la certeza, no le reproches el método sino la afirmación.
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da palabra tiene como destino una palabra.
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"Aprender a mirar las palabras como el mar, pues él es, para ellas, el primer vocablo; igual como Adam** es, para nosotros, el primer hombre", escribía Reb Siami.
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A la edad que un judío declara tener, hay que agregarle cinco mil años.
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"La cuestión no está en si Dios existe o no –confesaba Reb Yasri ante su escandalizado auditorio."Si yo creo que Dios existe, eso no prueba Su existencia."Si no creo que exista, ello tampoco prueba su inexistencia."Si hemos podido imaginar a Dios es porque somos capaces de concebirlo y de abismarnos en nuestra invención."Dios permanece más allá, fortalecido en Su misterio y protegido por Su secreto."Y agregaba: "Misterio y secreto son sólo distancia vertiginosa entre una palabra tolerada, y un vocablo inaceptable."
...esta diáfana pared que, en la palabra, separa la parte del silencio por decir de aquella que, apenas dicha, el silencio recupera."
El poeta encuentra; el sabio redescubre."Todo descubrimiento no es sino paciente conquista del olvido", decía Reb Rafat.
Las palabras son distraídas. A menudo nos abandonan en el camino.Con razón o sin ella, Reb Souassi deducía que la muerte no era sino una grosera distracción de la vida que, ¡ay!, nos resulta fatal.
La indiscreción de la página choca con la reserva infinita del libro.
"Dos justos no mantienen, necesariamente, el mismo lenguaje."
Reb Seda
"Hay fuegos que no es posible apagar porque la eternidad los atiza."No te acerques demasiado a lo invisible. Su quemadura es, a veces, mortal", escribió Reb Nadler.El exilio es también una elección.
Reb Assira
–¿Cuál es tu bien?–La transparencia."Nunca dos obras transparentes se asemejarán entre sí –decía. Y sin embargo, ¿a qué se parece una gota de agua si no es a otra gota de agua?"
El desierto es universo de transparencia.
"¿Quién te sostiene?", preguntaba Reb Asri a Reb Dabban."El vacío", le respondió éste.Y agregó: "¿Acaso no sostiene al universo?"
La rosa de la muerte tiene un perfume de eternidad consumada."La palabra de Dios está en la del hombre."La palabra del hombre, en el silencio de Dios", decía también.
Como el diálogo, el libro tiene sus niveles de aproximación.Así, escribir sería escalar los grados de nuestras carencias.La palabra está en la cúspide.
El corazón del diálogo está pleno de los latidos de la pregunta.
–Vine para interrogarte –dijo el discípulo.–No esperes de mí ninguna enseñanza –respondió el maestro. Hemos recibido la misma herencia: nuestra humilde sabiduría.–¿He de irme tan pronto? –dijo el discípulo.–Paciencia. Trataré de ayudarte de la mejor manera. Te enseñaré, poco a poco, a desaprender. Ésa es la virtud del diálogo –respondió el maestro."Desde la ventana miro, con las gaviotas, volar el mar."De aquí partiré un día. No llevaré conmigo la imagen de la tierra, sino la visión de la infinita herida celeste", había escrito."
La palabra, decía, como la ola, revienta sobre la playa, pero siempre es sólo un poco de espuma lo que desciframos".
Contrariamente al pájaro, el libro muere con las alas desplegadas.La palabra debe su fuerza, menos a la certeza que ella marca, al articularse, que a la carencia, al abismo, a la incertidumbre de su decir.
(–¿A partir de qué momento podemos declarar que hemos entablado un diálogo?–Quizá en el momento crucial en que el universo ya no es nada.)
Nunca seremos dueños de los horizontes.
("La diferencia entre nosotros, decía, es la siguiente: Tú crees firmemente en una verdad reconocida, mientras que la que a mí me fascina, nunca se ha preocupado por ser reconocida.")
Transparentes son los muros del tiempo.
–¿Qué es un extrajero?–Aquel que te hace creer que estás en tu casa.
(La escritura es violencia en sus esfuerzos por transigir con el vacío. Ahí radica su desesperación.
La réplica de Caín: "¿Acaso soy el guardián de mi hermano?", podría traducirse como, "¿soy acaso la palabra de mi hermano? ¿No tengo derecho a expresarme yo también?"Abrazar la palabra del otro es, de cierta manera, renunciar a la propia.Violencia contra violencia.El verbo es generador de conflictos. Es la expresión agresiva de nuestra condición finita.)
No es la verdad lo que importa, sino el uso que se hace de ella.
"Dios no es nuestra verdad. Su verdad no nos atañe, pero ella es, no obstante, el modelo incuestionable de nuestras verdades perturbadas y, a veces, la coartada", había escrito también.
Encontrar la formulación y el tono justo: más que un arte de escribir, un arte de vivir y de morir.
Una verdad no se distingue de otra verdad más que por la diferencia de destino.